CARNAVAL DE LANZ
Ritos paganos en el Pirineo navarro.

Texto y fotografías: Diego de Azqueta Bernar.©copyright Diego de Azqueta Bernar
Publicado en: REVISTA PERIPLO

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La carretera serpentea los hayedales y va realizando giros que nos acercan poco a poco hacia el alto de Velate. Alrededor los cuencos verdes de los valles de Ulzama y Anue en el Pirineo, y detrás, a sólo 23 Km., la gran ciudad navarra de Pamplona. Al norte, Irún y la frontera francesa de Dancharinea, y enrededor de todo, la nubelosa y verde campiña de un oscuro día del solsticio de invierno.

El coche nos hace surcar distancias, y cruzar, como si de un túnel del tiempo se tratara, siglos de historia; al fondo, desdibujada entre la neblina y como lo estuvo siempre desde antaño, se halla la ancestral villa de Lanz. Su plano nos descubre una configuración del tipo "Gasendorf", es decir una villa con su calle principal integrada en un eje que históricamente formó parte de un sistema de comunicación general, uniendo Pamplona con las provincias septentrionales del Reino de Navarra. Las casas, señoriales y pétreas, con extrañas caras enigmáticas y diabólicas, de marcado contenido apotropaico. El pueblo, en fin, típicamente navarro y una verdadera perfección en lo que respecta al encalado de las casas y a la pulcra limpieza de sus calles que una vez al año se iluminan con la magia y el misterio del carnaval. Hoy es ese día... hoy, domingo de Quincuagésima, vuelve a repetirse la historia y a cumplirse el mito a través de un complicado y enigmático ritual. Pero primero y antes que nada conozcamos a los personajes, actores fantásticos de esta farsa carnavalesca cuyo origen se pierde en la noche de los siglos...

 

LOS PERSONAJES

Ahora, en estos momentos y en la posada del pueblo, ubicada en la arteria principal del núcleo urbano (calle de Santa Cruz), se está ya aparejando la gigantesca figura de un extraño ser de mirada sonriente e ingenua y de más de tres metros de altura. Tocada de un cucurucho ridículo, y ataviado con camisa, faja roja y pantalones azules, luce sus galas como un extraño Gerión, un misterioso Goliat, o un mágico Rubezahl; pero su nombre es bien distinto aquí, pues responde como Mielotxin o Miliotxin (mil onzas) en recuerdo de un célebre bandido medieval, que, según la tradición, cometía múltiples fechorías en esta parte de la montaña pirenaica. Su cuerpo, relleno de heno, tiene la apariencia repleta y dúctil de la vitalidad y el movimiento constante a que es sometido por un mozo del pueblo, lo llena de vida. Para ello un muchacho apoya el trasero del gigante sobre su cabeza, y agarrándole por los muslos lo baila como cualquier actor de la mascarada.

Pero Mielotxin está escondido arriba, en el pajar de la posada, y los hombres del pueblo no permiten al forastero asistir a su parto. El año pasado después de infructuosos intentos, tuve que partir desolado ante la imposibilidad de contemplar la labor colectiva de su concepción. Esta vez, sin embargo, la rígida norma se ha levantado y he podido observar de cerca al gigante y la fabricación del Ziripot.

Otro de los actores de la trama de mañana lunes y del martes de carnaval, es el Zaldiko, mozo vestido de caballo y tocado con un sombrero de segador. A la cintura lleva un armazón tosco de tablas y palos recubierto de tela. En la parte posterior del aparejo se observa una cola auténtica de caballo, que se moverá alocadamente con su cabalgar desenfrenado. El Zaldiko tiene su rostro cubierto de hollín o azulete, y es un enigmático ser cuyo origen y procedencia ha dado más de un quebradero de cabeza a los etnógrafos y folkloristas.

Su figura nos recuerda, en menos emperifollado y elegante, al hombre caballo de Zuberoa, el famoso Zamalzaín. Este de aquí, sin embargo, representa su papel mítico de caballo salvaje con la perfección y exactitud de su escuela primigenia; la violencia y realismo de sus gritos, gemidos y relinchos, asusta al espectador cuando corre, salta, atropella y embiste. Siempre perseguido y siempre retador, el Zaldiko parece un dios agreste e iracundo, un centauro furioso o un mitológico mustang. El Zaldiko de Lanz, es primo hermano sin duda de los Zaldikos malditos que desde muy antiguo acompañaban a las fiestas pamplonicas de San Fermín; el gran conocedor Iribarren recoge ya en el S. XV un misterioso Zaldiko asimismo desconocido para todos.

Pero así como Mielotxin está gestándose ahora mismo encima del bar de la Erricoetxea (la casa del pueblo), así también el Zirípot, otro personaje nacerá a la vida mañana lunes. El Ziripot, equivalente en castellano a cipote, rechoncho y obeso, es todavía mucho más que eso. Es el más grotesco, abúlico y risible personaje de la fiesta.

Un mozo, embutido en sendos sacos atiborrados de heno y hierba seca, cubriendo su cuerpo y extremidades, la faz cubierta por un velo, y tocado con un sombrero feminil es el famoso Ziripot, rebotudo de tal forma que ni tan siquiera puede bajar las escaleras de la posada por sí mismo, por lo que, como si de un enorme balón se tratara, es majado a cuestas por sus secuaces, los chachos.

Armado en la diestra con una vara paseará sus torpes movimientos con aparatosas caídas en el suelo en medio de la algarabía que se avecina ya. Protegido por una retahíla de chachos, es así mismo un ser enigmático del que muchos pretenden dar explicaciones contrapuestas. Que sea un Zampantzar derivado del francés Saint Pensard viviente, es lo más probable. Pero no es descabellada la idea de su afinidad con cualquier Don Carnal extraído de la más pura literatura de nuestro Arcipreste de Hita. Lo que es claro es que su figura tiesa, torpe y ridícula, se contrapone simbólica y físicamente con los ágiles meneos del extraño hombre caballo que en la pantomima le acosará constantemente.

Si estos personajes pueden ser curiosos y enigmáticos, no lo es menos la comparsa de treinta o cuarenta máscaras vestidas de la forma más abigarrada y extraña posible, que se encargará de azuzar al de por sí extraño cortejo. Estos son los chachos, mozorrouak, (aludiendo a los demonios) pieles y pellejos de animales (jabalí, cordero, carneros, ataño de antílopes u osos) recubiertos con trajes afeminados, dan un aire de inversión a la farsa que produce en el observador un no sé qué de mágico misterioso y embriagador, cubiertas las caras con velos, sábanas y aderezados de sayas, llecos, cortinas, cubrecamas, y lo más insólito que uno pueda imaginar, esta banda bulliciosa y dicharachera acompaña su ya de por sí sugestivo aspecto, con un sinfín de irrintzis estremecedores que hacen palidecer al viajero. Unos, disfrazados de sacos, cubiertos de todo lo que su imaginación les pueda sugerir, como puedan ser canastos, pozales, y, antiguamente, cargando sillas u otros objetos heteróclitos, conforman un ejército abigarrado y estrafalario con infantes cuajados de pingos, colgajos y falandros, todos armados con escobas con las que se preocupan de azuzar a quien se les ponga delante, mientras asustan a pequeños y mayores con sus extraños aullidos.

Pero más aún asustan las fantasmagóricas semblanzas de los herradores, últimos representantes de esta comedia burlesca, que, cual parduscas sombras, pierden su lánguida soledad en los dos extremos de la calle de Santa Cruz, donde súbitamente aparecen salidos nadie sabe de dónde. Estas cinco caricaturas del miedo, de la cabeza a los pies cubiertas de saco y en las que es imposible descubrir sus extremidades o miembros, son sin duda los personajes que a primera vista más respeto y temor infunden al forastero. Este, desconocedor del ritual de Lanz, observará cómo, de pronto, surgidos de la nada, estos cinco herreros, junto a su yunque, herraduras, caldero de fuego, martillo y tenazas, se colocan frente a la casa llamada Arrolzanea (casa del herrero -denominada así exclusivamente por la fiesta-) y proceden a preparar su instrumental para el trabajo que desde hace siglos vienen realizando.

Los sombríos herreros, terroríficos por su lánguido deambular, harapientos y oscurantistas, sacan a hurtadillas y de vez en cuando, la bota de vino que nos hace volver a la realidad y recordar que, tras esos seres indescriptibles empinando el codo, se ocultan unos mozos de la noble y vieja villa de Lanz en el país vasco-navarro; donde la fiesta y el llanto, la danza y la muerte, la evasión y el reencuentro se funden en ese eslabón que todavía vincula al hombre mecánico con la naturaleza salvaje de su alma.

Ya tenemos el escenario, ya conocemos a los personajes, introduzcámonos ahora en el primer acto de la farsa.

El lunes por la mañana, el pueblo está tranquilo y nadie puede predecir que algo va a suceder. Hay pocos visitantes en el bar donde tomo el refrigerio mañanero y me dispongo a salir a la calle de Santa Cruz. Arriba, en el pajar, todos los personajes se están poniendo sus últimas galas, dando un toque final a sus disfraces; salvo los herreros y algún que otro chacho que se cambian en una casa adyacente, la mayoría sube al pajar escondiendo en un saco sus atuendos. Arriba, hay inquietud, nervios y risas... el clima va creciendo y creciendo. Por fin. la puerta de la posada, hasta ahora cerrada, se abre, dando paso al txistu y al tamboril que en todo momento acompañarán a la fiesta. Un silencio sepulcral llena el ambiente, mientras los curiosos y algún que otro fotógrafo preparan sus cámaras dispuestos a empezar.

Las notas de la melodía no hacen mas que comenzar, cuando irrumpe en la calle la cascada de colores, el movimiento, la gritería ensordecedora, y la alegría del carnaval entrante... cual tropel desbocado y libre, chachos. Zaldiko, Ziripot y Mielotxin, todos representando su rol. Gritando los unos, relinchando los otros, bailando y asustando los más, confúndense en un mar de gestos, movimientos y colores que, inmediatamente e ipso facto, cortan el tiempo presente trasladándonos vertiginosamente a un pasado remoto, donde el origen de la civilización se manifiesta con toda su crudeza y belleza en este carnaval -lyotiar- de Lanz, delirio y paroxismo de antiguos ritos paganos.

Embriagado por el movimiento, el color, el ruido y la forma. Impresionado por las dimensiones del gigante, la agilidad del hombre-caballo y por la torpeza del Ziripot, sobrecogido al fin por la gritería y el aullido de los chachos, casi no puedo ni tomar unas fotografías.

Mielotxin, el gigantesco atracador, eje central del relato, baila moviendo en aspas sus brazos como sí de un molino se tratara, Zaldiko corre, salta, caracolea, galopa y galopa, mientras con sus relinchos atropella, desafía y corre. De vez en cuando, en cuanto atisba un hueco, entre los chachos, asesta un talegazo al pobre Ziripot que cae voluminosamente al suelo manchando su descomunal gordura en el barro de la calle. Ayudado por los chachos, protegido por la cohorte de invertidos y afeminados infantes, el Ziripot se levanta del suelo moviendo sus estúpidas extremidades como sí de un enorme escarabajo se tratara y, apoyándose en su bastón, consigue continuar el camino.

Los chachos, mientras tanto, puestos en dos hileras, rodean al Mielotxin, protegen al Ziripot y evitan al Zaldiko mientras asestan uno que otro escobazo al público, que excitado por el espectáculo está ansioso por poder participar en la experiencia del relato. En cuanto el Zaldiko se descuida, los chachos, ejército de cazadores, tratan de atraparlo y sujetarlo. Pero la agilidad del Zaldiko, el brío salvaje del semidiós purasangre siempre le salvan de su captura, excepto en dos momentos de la fiesta, cuando los herreros procederán a consumar su oficio. Como si de atrapar su libertad con una herradura se tratara, las extrañas e intimidadoras figuras, hasta ahora ausentes de la fiesta, participarán en unos instantes de la pantomima general. Porque, sólo en dos momentos, en dos cortas ocasiones, estos siniestros e inquietantes personajes que parecen ocultar en su oficio un quien sabe qué de esotérico y demoníaco realizarán su menester.

Hasta entonces y luego, siempre solitarios, deambularán por las calles abandonadas por la comparsa, dirigiéndose a su misterioso destino ubicado en lo más cavernoso y recóndito de la leyenda. Mientras ellos, silenciosos e invisibles, contornean el poblado dirigiéndose al otro extremo de la calle, la comparsa entera sigue su recorrido y aparece de nuevo en la calle de Santa Cruz.

Después de herrar por segunda vez al centauro vasco, al dios maldito, todos se dirigen al frontón donde el gigante Mielotxin asiste impertérrito a un maravilloso “Zortzico” que en su alrededor está teniendo lugar. Todos los mozos, todos los chachos, salvo el Ziripot y el Zaldiko, que misteriosamente han desaparecido ahora, bailan contentos y alegres. El son de los cencerros, las cálidas notas del txistu, el ambiente cargado de tradición y leyenda y por fin el bandolero Mielotxin delante, impregnan a los muros de Lanz de su milenario contenido. Luego, ya a la hora de yantar, todo el mundo se retirará agotado a la posada donde se celebrará una gran comida.

Al día siguiente, martes de carnaval, el clímax de la fiesta sigue en constante aumento y ya al mediodía las calles se llenan de visitantes y turistas; ansiosos de contemplar el espectáculo. Otra vez se repite la comedia y todo exactamente igual que ayer; exactamente igual que siempre vuelve a suceder con su milenaria puntualidad.

Después de almorzar en un pueblo próximo vuelvo a Lanz, donde esta vez la imaginación y la ilusión de los momentos pasados, desaparece cuando observo la larguísima hilera de coches aparcados a lo largo de la carretera y llegando casi a 2 Km. del pueblo. La popularidad de Lanz atrae hoy, esta tarde, a gran número de curiosos que llenarán las calles del pueblo invadiendo sus rincones más recónditos. El espectáculo de ahora consiste fundamentalmente en la muerte del gigante, del bandolero Mielotxin, quien después de repetir otra vez por la tarde todo el recorrido de las veces anteriores, sucumbe a la puntería de dos chachos que acaban con su vida de sendos disparos. Cuenta la leyenda que, en otros tiempos, dos máscaras vestidas de blanco le leían la sentencia y hacían como que le confesaban, mientras se retorcían de dolor al enterarse de su muerte definitiva. Esto llenaba de ciertas miajas de irreverencia al relato y fue suprimido. Una vez muerto por la certera puntería de los verdugos, Mielotxin, el gigante del carnaval, es despedazado vapuleado y finalmente quemado por el fuego purificador que desde lo más íntimo de sus entrañas le va acabando. Ahora, una vez muerto el carnaval y el peligroso asaltacaminos legendario, todos los chachos, desprovistos ya de sus máscaras y antifaces bailan el más bello Zortzico que pueda uno imaginar.

Al son de la danza, al aire de la melodía, rasgan los estridentes irrintzis euskaldunes dando unas notas de cálido lamento final a esta imagen carnavalesca, fantasmagóricamente iluminada por la luz de la hoguera, que, desde las vísceras del gigante sube y sube hacia la inmensidad de la noche.

EL CONTENIDO

¿Qué podemos decir de esta fiesta?¿Qué la pirueta del hombre en la orgía del carnaval arranca del fondo de sus reacciones primarias y se explaya en un contexto neutralizante de los condicionamientos sociomorales en los que normalmente se desenvuelve? ¿Qué el antifaz venga a ser entonces sinónimo de un muro psicológico entre su mundo más íntimo y las exigencias ambientales que lo condicionan? ¿Qué sirva para camuflar con sus facciones externas los rasgos constitutivos de su personalidad refleja, correr así la aventura, y zambullirse en un sueño sin fronteras? Todo esto sería sin duda parte integrante de la explicación psicológica del carnaval en la personalidad del individuo que toma carta en él. Pero introduzcámonos un poco más en Lanz para entender lo que aquí socialmente se representa, y para ello recojamos la tradición local. La gente del pueblo comenta que hay una antigua leyenda sobre un famoso bandido de nombre Mielotxin que asolaba la región con sus constantes ataques a bienes y personas de la zona. Su juicio, declaración de muerte y quema final en Lanz durante estos días, son sin duda alguna un rito expiatorio de sus males y con ellos de todos los males del pueblo con la creencia popular de expulsarle así para siempre de sus tierras.

Lanz, en los bordes de un camino tradicional elige a una víctima expiatoria, Mielotxin, quien como símbolo de todos los males, pestes, malas cosechas y hambres del año entrante es propiamente expulsado.

La interpretación no es nada absurda, sobre todo si la relacionamos con la cantidad de datos etnográficos sobre este tipo de ritos en fiestas de la antigüedad y de todavía hoy en día, en las que se expulsaba un mal concreto de la comunidad. Citemos por ejemplo los ritos de expulsión del hambre en Queronea de los que ya Plutarco nos habla. Entonces era a un esclavo al que se golpeaba y vilipendiaba. También tenemos en nuestra península en el S. XII un clásico ritual de expulsión del hambre valenciano, simbolizado en un muñeco de paja al que se le colocaba en el campo el primer día de la trilla. Ignacio Baleztena nos habla asimismo de tres gigantes en las fiestas de coronación de Don Juan de Labrit en Pamplona, los cuales después de paseados e insultados eran quemados públicamente, simbolizando así que con el nuevo rey desaparecerían las calamidades pasadas.

Pero nos preguntamos, ¿por qué precisamente gigantes? Y si nos remontamos a su sentido más profundo ancestral y cosmogónico toparemos con el mito primitivo que alude ya a la existencia de un ser inmenso y primordial de cuyo sacrificio surgió la creación. A través de los siguientes sacrificios simbólicos se renovaría el sacrificio inicial revivificándose las fuerzas cósmicas.

Está claro pues, que Mielotxin simboliza a un bandido, pero sin duda ninguna es un personaje bifronte en el que la leyenda popular utiliza la tradición del carnaval incorporándola a su relato. Hoy en día, formando parte de un todo, Mielotxin representa ambos valores.

Su otra cara es el carnaval como sinónimo. La fiesta que desde la más antigua tradición cristiano-medieval oponía los largos días de la cuaresma, con su ascetismo y sus virtudes, al desenfreno y la gula orgiástica del carnaval. Como dice Manuel Gutiérrez, "el carnaval constituye una manifestación temporal del desorden social tanto a nivel de la propia estructura social mediante la inversión de roles, como a nivel del sistema de valores a través de la práctica de la agresión y de la lujuria. Prácticas, en definitiva, al servicio del mantenimiento permanente del orden; puesto que su naturaleza ritualizada a través de hechos pautados y previstos, hace que al final suponga siempre la muerte del carnaval y el triunfo de la cuaresma convertida en encarnación de un orden fuerte y renacido, y justificado por los ataques de que, simbólicamente, ha sido objeto"

Así la oposición período de carnalidad carnavalem frente al período de espiritualidad carnis frivium y carnes tollendas. La literatura y las artes universales han recogido esta tradición cristiano-medieval representando obras magníficas como pueda ser la descripción del Arcipreste de Hita de la lucha entre Don Carnal y Doña Cuaresma, o el cuadro estupendo de Bruegel el viejo Der Sfreit des camevals mit den pasten, casos aislados de los muchos que celebran a la pobre y famélica cuaresma simbolizada, ora como una lánguida sardina o cual escuálida hortaliza, y al rollizo carnaval, vicioso, siempre rebosante de salud.

En fin, que no hay más que leer el documentadísimo libro de Caro Baroja sobre el carnaval para encontrar decenas de representaciones burlescas en toda Europa Medieval y en América, en las que el objeto principal es precisamente esta antítesis. Así en Provenza, con su caramantran (carem-entrant) grotesco maniquí al que se le juzgaba y enterraba después de echar en él todos los vicios de la comunidad.

Orden ascético de la cuaresma siempre opuesto al desorden orgiástico del carnaval, tesis y antítesis, la inversión del orden establecido para afianzar su auténtica posición social.

 

LA EXPLICACIÓN

Y henos aquí con nuestro gigante Mielotxin, sin duda ninguna hermano gemelo de todos los muñecos y representaciones centroeuropeas que atrae en su persona a todos los vicios, a través de la incorporación de la leyenda del recuerdo de un salteador de caminos, precisamente en un lugar donde ese era el mayor mal de la comunidad y donde en todo lugar de paso, la herrería era uno de los oficios principales.

Hasta aquí todo es lógico, ahora bien, sin duda ninguna podemos ver a Mielotxin-gigante típico como un representante de un algo más, oculto en el subconsciente colectivo de la comunidad. Porque si no, ¿quién es, y a quién representa este personaje rollizo y gordo, absurdo y ridículo, y desde luego, mucho más pantomímico y representativo del carnaval que Mielotxin? Está claro que nos referimos al Ziripot, al bucólico y estúpido Zirípot.

Sobre este gordo y burlesco personaje nada nos dicen los etnógrafos, y ya Iriberren se plantea que pueda ser un Zampantzar, de gran tradición carnavalesca en el País Vasco y procedente de su hermano francés el medieval Saint Pensará, gordo personaje de gran afinidad simbólica con nuestro Sancho Panza. ¿Y si fuera un Don Carnal cualquiera? Entonces claro está, no tendría ningún sentido la quema de Mielotxin en su exclusiva personalidad del carnaval. A este respecto, la antropóloga británica, Miss Alford, duramente criticada por posteriores estudiosos, decía que el Ziripot representaba a un personaje feminil, pero no explicaba nada más, sumiéndonos en un mar de dudas. Hoy todavía nadie sabe quién es exactamente y el misterio sigue en pie.

Caro Baroja lo contrapone al Zaldiko, otro enigmático personaje de quien los folkloristas alemanes hablan como de un espíritu de la vegetación estrechamente vinculado al rito de primavera. El Zaldiko para otros se opondría por su antiestética personalidad al Ziripot estableciendo una dicotomía del brío, agresividad y virulencia frente a la flojedad, pasividad y torpe gula del Ziripot.

Está claro que si se establece esta dicotomía, o bien aceptamos la intrusión de estos personajes como fruto de la tradición posterior, de la estética, o del simple espectáculo, o de lo contrario debemos aceptar nuestra imposibilidad absoluta de dar una explicación congruente de la relación de todos los personajes de la farsa.

Cabe para estos folkloristas, el que el Zaldiko fuera pues un espíritu vegetal, un hombre caballo, del que ya hay reminiscencias en el Zamalzain, de Xuberoa, al que como a éste se le hierra, además de castrarle.

Estos dos hombres caballos, descendientes de un antiquísimo animal-dios, ya vinculado a las Kalendae Januare de Jano, serían el espíritu de la abundancia con la forma de animal ecuestre en un país ganadero como lo es Navarra. Este y otros Zaldikos aparecen ya en el S XVI en documentos e incluso en la capilla de San Francisco Javier de la Catedral de Pamplona.

Pero en definitiva, ¿quién es este extraño personaje? Si lo relacionamos con otras mascaradas como las de Salcedo y Zuberoa, tampoco sería muy insensato el establecer una cierta relación entre gigante y caballo, conjetura tampoco demasiado descabellada.

Pero no es una simple conjetura el ver en los chachos, en estas máscaras feminiles adulteradas por el tiempo, a aquellos personajes paganos que tanto escandalizaban a los padres de la iglesia en las Kalendae Januare, fiestas romanas en las que la inversión de los roles estaba a la orden del día, u en la que casi como norma, disfrazábanse los hombres de mujeres. En tales fechas, igual que todavía, imperceptiblemente ahora en Lanz, los mozos se vestían y disfrazaban como pieles de animales, procurando en muchos casos la protección de los mismos o su propiciación. En el caso de los travesti podría ser muy bien ritualizada de un afianzamiento de la comunidad como afirman importantes etnólogos; o como asegura Leach en relación con la idea del tiempo, a través de los tipos generales de comportamiento en ocasiones rituales, los participantes desempeñan papeles opuestos e inversos a los de la vida habitual, casi siempre asociados a actuaciones en las que hay rites de pasaje, o con los fines de año, Saturnales o Kalendae Januares.

Tales inversiones simbolizan para Leach la ransferencia completa de lo secular a lo sagrado en la que el tiempo normal se detiene, el tiempo sagrado está invertido y la muerte se convierte en nacimiento. De ahí la muerte del gigante mítico, de cuyo sacrificio inicial surgió la creación, y de cuyo sentido primitivo, impregnado aquí por el relato de MielOtxin, esté perdido en la leyenda como revivificador del sacrificio y del mito cosmogónico.

La inversión de los hombres disfrazados de mujeres el cambio de sexos, es tal, que incluso hay viejas fotografías tomadas por Uranga en las que se ve perfectamente a un tamborilero disfrazado de mujer. Esto no es fruto de la casualidad precisamente, sino una prueba más del origen remoto de esta fiesta en las Kalendas paganas de Roma, en las que se rendía un culto muy especial a Jano, dios muy relacionado con la agricultura como Porcio Cató dice, pues incluso recomienda su evocación antes del mismo Júpiter para la fertilidad de los campos. Muchos autores afirman que estas fiestas a su vez procederían de los antiguos cultos dionisíacos griegos, derivaciones surgidas desde Freiser hasta J. Cuthbert Lawson, pero hoy en día muy criticados. Aquí sin embargo veríamos como podría encajar el espíritu de la abundancáa a través del Zaldiko muy relacionado con Jano protector de toda la naturaleza.

Después de relacionar y tocar temas tan varios, se me dirá qué tiene todo esto que ver con mi reportaje Lanz en el Pirineo Navarro, y yo le diré que mucho, pues todo el origen de esta farsa surge sin ninguna duda desde el ancestral paganismo romano de las Kalendas Januare, introducidas y asimiladas por la cultura cristiano medieval en su figura del carnaval opuesto a la cuaresma, y posteriormente readaptada a modelos locales con nombres y personas representativas de los problemas y circunstancias concretas de la comunidad, como pueda ser el forajido Mielotxin, el “asaltacaminos...” Esta es la razón por la que en la fiesta haya elementos tan dispares y difíciles de explicar bajo un prisma excesivamente etnográfico. Este es precisamente el gran interés de la fiesta en cuyo burlesco espectáculo se contienen elementos antiquísimos, vinculados por su origen al subconsciente colectivo. Sólo una visión global de toda la evolución mítico-simbólica ritual desde Roma hasta nuestros días nos permite entender algo de esta extraña pantomima, de la que hoy día, como decimos, sólo queda algo folklórico, divertido o burlesco, pero detrás de sí, lleva el bagaje cultural de muchos siglos de historia y de evolución del pensamiento. Por esta razón se preservarían aquí, en lo más recóndito y perdido del Pirineo Navarro, viejos ritos paganos de afianzamiento colectivo con fines más amplios que el estrictamente agrícola, sin excluir a éste, cuya importancia y contenido se hallarían todavía imperceptiblemente grabados en el subconsciente popular.

Ahora ya, sin embargo, y como hace siglos, con la llegada de la cuaresma terminarían los carnavales de la montaña, y Lanz volverá a quedar callada bajo los largos aleros de sus casas. Todavía la nieve tendrá que manchar los montes de Zuberoa. El gran ciclo solsticial del invierno no habrá terminado aún en el País Vasco, y ya sólo quedará la esperanza de que la tempestad y el rayo, el pedrisco y la helada, no dañen la siembra ni los rebaños. Y aquí, en el Pirineo, como en todos los pueblos del mundo, la rueda de los siglos no cesará de girar.

Diego de Azqueta Bernar