KOVALAM
La gran playa del sur de Kerala

Texto y fotografÍas: Diego de Azqueta Bernar.©copyright Diego de Azqueta Bernar

Publicado en: Periplo

 

 

 

 

 



Amanece... amanece a través del gran manto de la noche oceánica. La cortina se descorre y el crepúsculo enseña sus primeros colores en la inmensidad de la playa como una mancha que se borrará. Los últimos retazos oscuros se evaden y el lento despertar del dios de la luz comienza a disiparse entre las copas de la niebla matutina. La mar se despereza y el ruido de las olas comienza a escucharse mientras chocan con la barrera del litoral.

Las palmeras comienzan a delatar una madrugada tropical cuyo lento movimiento nos traslada a un capítulo congelado del Bagda-vita.

Entre el sopor de la niebla y el ténue despuntar de las primeras luces del crepúsculo, se oye un rumor que va adquiriendo mayor intensidad según nos acercamos. El ritmo de las coplas parece ahora acentuarse y comienza a oírse el mascullar de una canción. Las luces iluminan ya la gran playa de Kerala, donde el mar Arábigo baña las redes de los pescadores, mientras prosiguen su canción pidiendo a Ganesh la bendición para la pesca. El dios elefante, medio niño y medio proboscidio, parece contemplar esta maravillosa imagen. Docenas de pescadores se arremolinan en la gran playa pidiendo asimismo al dios que cubra con generosidad sus redes para alimentar, otro día, a los hijos de la playa.

Nos encontramos en Kóvalam, sólo a pocas millas del cabo Comorín, punto de intersección del océano Índico con el mar Arábigo, en las costas del estado indio de Kerala, uno de los más bellos de la República y, desde luego, uno de los más desconocidos por los visitantes que, como nosotros, vienen al subcontinente para beber cada año en la cultura milenaria de la India.

Quizás sobren las palabras o las líneas mal trazadas ante la maravillosa belleza que nuestros obturadores intentan robar para llevar a Occidente. Una conserva de magnificencia de estos parajes y del calor de sus gentes de los que somos sus invitados.

La vida aquí, junto al mar, transcurre con normalidad y cada mañana los hombres que viven en las casas desperdigadas de la costa se dan cita para echar las grandes redes en la playa y, tirando de ellas desde tierra, atraer a buen recaudo la enorme riqueza piscícola que favorece estas tierras.

Mientras los hombres tiran las redes, durante largas horas del amanecer hasta que el sol está ya alto en la bóveda del cielo, cantan largas coplas con el pausado ritmo de varias decenas de siglos haciendo lo mismo.

La vida de Kóvalam, la gran playa de Kerala, discurre, cómo no, alrededor del mar.

Sus pescadores, hombres sencillos y afables, con un gran sentido del honor, rasgo característico de la buena gente de Kerala, nos invitan a pescar con ellos.

Todas las mañanas, pronto, algunos de nuestros amigos llama a las puertas de nuestra casa, a pocos metros del mar, y nos invitan a participar con ellos en la pesca.

Todavía sumergidos en el mundo subreal de nuestro subconsciente dormido, andamos a tropiezos hasta llegar a la pequeña balsa que nos llevará mar adentro. Luego, transcurridos unos minutos, el fresco aire matutino romperá nuestros pensamientos todavía aletargados, lentos, con una bofetada de frescor y lozanía que nos hará contemplar la maravilla del litoral de la costa Malabar iluminada por las primeras luces del alba.

Desde la balsa comenzaremos ya a tirar nuestras redes y, movidos por la fuerza del viento que llena la pequeña vela, llegaremos a los bancos que irán llenando nuestra red. Más tarde, cuando el sol ya calienta, llegaremos a la playa desmontando los tres troncos que forman la balsa, dejándolos bajo la gran palmera a la sombra y protección de la marea.

Cuando el sol esté ya alto en la playa, encima de nosotros, nuestros pasos nos llevarán al poblado que junto a la playa, detrás del bosque de cocoteros, sigue su discurrir milenario.

Aquí, la vida se ha detenido hace ya muchos años y las gentes viven con la tranquilidad que da el hinduismo, cultivando los cocos del gran lago junto al que viven.

El lago, de agua dulce, está sólo a pocos metros, no más de 200, de la orilla del mar, y en ese corto espacio nos trasladamos a una cultura distinta a la de la playa. Allí las mujeres cuidan los cocos, curten, trenzan y preparan las cortezas de sus duras cáscaras. Ahora estamos inmersos en la "cultura del coco". Aquí ya han desaparecido los peces, los barcos, las invocaciones a la divinidad para propiciar una buena pesca. Aquí, ahora, toda la vida de esta aldea ronda en derredor de estas frutas.

Primero, los cocos se sumergen en las aguas oscuras del lago formando grandes plataformas semisumergidas, parecidas a enormes nenúfares. Alrededor de los cocos, abajo, en las tinieblas del fondo del lago, grandes serpientes y otras familias del hábitat lacustre, montan un bestiario donde la gran comunidad viva sigue su ritmo.

Arriba, en la superficie los hombres, las mujeres y los niños del lago, cultivan y preparan los frutos de los que sacarán aceites vegetales, cuerdas y correajes con los que más tarde confeccionarán las redes que se utilizarán pocos metros más lejos, en la "cultura de la playa" para realizar y procesar las tareas de la pesca.

Ahora, sin embargo, junto a la cultura de la pesca y la cultura del coco, se comienza a desarrollar otra cultura que efervesce cada día con más fuerza: la "cultura del visitante". Aquí, como en otras partes escondidas del continente de Tagore, no se pueden ya esconder las riquezas que vienen a ser capturadas por los visitantes de Occidente, necesitados de tomar nuevas sensaciones con las que cargarán sus pilas hasta el siguiente año sabático que volverán a estas tierras.

Los pequeños hotelillos y bungalows comenzarán a florecer ya en Kóvalam y, aunque esto no es todavía Goa, la gran playa comienza a recibir a buscadores que siguen el camino de Keroach o Thoreau.

Sin embargo, todavía, Kóvalam tiene la tranquilidad de esos parajes perdidos que nos solemos topar en el continúo devenir y al que siempre pensamos en volver cuando sepamos ser suficientemente sabios para permanecer contemplando los atardeceres o los amaneceres de la gran playa, conversando con el paisano ayurvédico, mientras preparan sus aceites vegetales o las redes.

Otro año ha pasado y otra vez nuestro devenir nos devuelve a la gran ciudad donde podremos contemplar las imágenes en conserva y repetir las sensaciones desarrolladas en la tierra de los hombres "ricos" del Sur.

Diego de Azqueta Bernar